CRÓNICA | Hilos de Oro | Caius Apicius

Huevo hilado | Foto: RTVE
Huevo hilado | Foto: RTVE

Se acerca la Navidad, aunque desde el punto de vista comercial hace tiempo que estamos sumergidos en ella; se acerca la Navidad, y cada cual recibirá, a semejanza de Mr. Scrooge, protagonista de la inmortal “Canción de Navidad”, de Dickens, la visita de sus propios Espíritus de la Navidad.

Sucede que aquellos que contamos ya con mucho más pasado que futuro tenemos más tratos con el Espíritu de las Navidades Pasadas que con los otros dos. Y es lógico. Pero, al menos en mi caso, la visita de ese Espíritu evoca, en general, gratos recuerdos de la niñez.

Entre ellos, claro, los gastronómicos, sobre todo visuales. Aparece el pollo (entonces un pollo era un lujo) majestuoso en su fuente, con su escolta de patatitas doradas; surgen, cómo no, las bandejas con las golosinas clásicas: turrones (duro, blando y de yema), figuritas de mazapán, pastelillos de gloria, peladillas…

Y también, llena de color, la fuente de fiambres que abría la cena a modo de entremés, palabra desposeída de su significado original de “entre platos” (entremets). Bandeja de fiambres, matizo, no tabla de ibéricos. Ni el soporte o continente ni el contenido tenían nada que ver, aunque hubiese algún tipo de chacina, que solía ser jamón en dulce.

Un fiambre olvidado. Como olvidados están la deliciosa gallina trufada o galantina de gallina, de elaboración larga y costosa; la auténtica cabeza de jabalí al estilo centroeuropeo; la espectacular lengua escarlata… Todo ello rodeado de hilos de oro: el huevo hilado, imprescindible en aquellas presentaciones.

Huevo hilado… Además de aportar ese maravilloso color amarillo vivo, estaba muy rico. No voy a entrar ahora, tantos años después, en decidir si les iba bien a los fiambres. No lo sé. Pero sí que sé que a los pequeños (y estoy seguro de que también a muchos mayores) nos encantaba. Era una perfecta golosina. Incluso había casas (no lo recuerdo de la mía) en las que se acentuaba el colorido con guindas rojas en almíbar, que sí que creo que no pegan nada ni con los fiambres de entonces ni con las chacinas de ahora.

Pasó el tiempo, y con él parece que la afición al huevo hilado, que hasta ha sido ridiculizado por algunos autores, probablemente por el abuso que se produjo en tiempos, decorando con esos hilos de yema cosas tan dispares como un lomo de salmón ahumado, una terrina de foie-gras…

La “Marquesa de Parabere” da una prolija receta en el volumen de su obra dedicado a Confitería y Repostería. Dice, para empezar, que “este dulce resulta caro aun en las confiterías donde se hace a diario y se utilizan las claras para un merengue; en las casas particulares no aconsejo que se hagan, como no sea por capricho o disponiendo de un exceso de huevos”.

La cosa, resumida, consiste en preparar un almíbar con un kilo de azúcar y un litro de agua, a punto de hebra. Tras alguna operación preliminar, hay que calentar doce yemas y pasarlas por un cedazo “para que queden bien líquidas”. Entonces hay que ponerlas en un artefacto que ella llama “hilador”, dotado de unos agujeritos ad hoc. Se pone a hervir el almíbar y se va echando yema en hilos, formando una madeja; en cuanto cuaje, se retira con una espumadera y se sumerge en agua muy fría. Baño rápido y “una vez escurrido y frío, empléese”.

Yo tampoco les voy a recomendar que hagan huevo hilado en su casa ni siquiera si tienen antojo de esa golosina; aunque no es tan complicado como indica la autora bilbaína, la verdad es que vale la pena comprarlo hecho; incluso hay empresas que lo envasan, alguna con gran experiencia en el tratamiento de las yemas, como la que lleva el nombre de la santa de Ávila.

Como ven, el Espíritu de mis Navidades Pasadas me trae recuerdos áureos. No voy a decir que la bandeja de fiambres de mis recuerdos me evoque un brocado, o un tejido de lamé; pero, a falta de las láminas de oro comestible que hoy utilizan algunos cocineros en sus elaboraciones, bueno era aportar el amarillo vivo de las yemas al plato que abría mesa en la cena de Nochebuena.

La verdad es que la combinación de yemas de huevo y azúcar es una verdadera golosina, ahora en horas bajas por temores a salmonellas y otras plagas parecidas cuando entonces era una forma de sobrealimentar a los pequeños cuando estaban un poco pochos. ¡A buenas horas te va a recetar hoy un médico que te tomes un par de yemas de huevo! ¡Y encima con azúcar! Lo más probable es que te prescriba una tortilla de claras, y además sin sal.

¿Ven cómo, al menos en mi caso, el Espíritu de las Navidades Pasadas es mucho más reconfortante que cualquiera de sus compañeros? Pues eso. | Caius Apicius | EFEAGRO