Hace unos días fuimos por algún pescado a un establecimiento de la ciudad en la que vivimos, y compramos un poco de bacalao; tenía buena pinta, pero su parte superior estaba cubierta de sal. Ya en casa, a la hora de prepararlo, mi mujer se dio cuenta de que su piel, sin escamas, no tenía nada que ver con la del bacalao, y le hizo una foto.
Foto que yo envié a la persona que conozco que sabe más de bacalao, Patxi Giraldo, quien en segundos contestó: “es maruca”, puntualizando que se trata del gádido llamado Molva molva, “uno de los sucedáneos que venden por bacalao”.
La cosa me hizo pensar. La Iglesia, en este caso católica, impone a sus fieles algunas (pocas) normas alimentarias: no se puede comer carne los viernes de Cuaresma, hay que ayunar un par de días al año…
Esto, hoy, no tiene problema. Primero, porque se puede comer estupendamente bien sin carne y, segundo, porque cada vez menos gente se preocupa de esta norma.
Pero antes… Bacalao, bacalao y bacalao, “terror de maridos”, como le llamó el gallego “Picadillo” en 1905. Bacalao pescado en aguas de Terranova por barcos de poderosas empresas españolas (PYSBE, PEBSA) que lo procesaban ellas mismas, el bacalao que llamamos “dorado”.
Naturalmente, hay bacalao europeo, hoy el más prestigioso; Ángel Muro decía en 1892 que “el más afamado y gustoso es el de Escocia”. Hoy parece que Islandia, Noruega y las Feroe dominan el cotarro.
Pero ¿qué ocurría cuando era “vigilia” en el siglo XV? Porque no fue hasta finales de ese siglo y principios del XVI cuando vascos y portugueses descubrieron los caladeros de Terranova. Y ya no se trata sólo de abstinencia por motivos religiosos, sino de surtir a las cortes castellana y aragonesa de pescado que se pudiera consumir. Zaragoza y Segovia están lejos del mar.
¿Entonces? Pues pescado seco, el que llamaban “cecial”. Enrique de Villena, en 1423, dio una relación “de los pescados que se acostumbra en estas partes comer”. Allí puntualiza: “de los salados y secos, así como congrio, pescada (merluza), atún, pulpo, sábado, lija, mielga, arenque, sardina, cazón y tales…” No aparece por ningún lado el bacalao, tan feliz en aguas canadienses, ni ninguno de sus sustitutivos.
En cambio, se nos citan como pescados secos la merluza, el congrio y el atún. Doscientos cincuenta años después, Joseph Cornide confirma que la merluza se utiliza, además de en fresco, “salada y seca al aire”, proceso que se hace en puerto para enviar el pescado cecial a Castilla. El congrio se seca “abriéndolos de la cabeza a la cola y dándoles cortes transversales para que les penetre el sol y el viento, único modo de prepararlos”.
Es curioso que entre los pescados conservados en salmuera cite nada menos que al rodaballo: “yo lo he comido preparado así, y después de seis meses lo hallamos excelente”.
Pero de bacalao… “llamado en castellano abadejo”, y de ahí no lo saca nadie. Y, cien años después, Muro insiste en que el bacalao “es el abadejo”.
Nos informa, además, de que hay tres clases de bacalao (aquí le llama así) de primera, de segunda y de truchuela “que generalmente usa el pueblo”.
¿Truchuela…? ¿De qué nos suena lo de truchuela…? Justo: de ahí. Del Quijote, de la primera salida del hidalgo (primera parte, capítulo II), cuando llega a una venta en viernes “y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo, y en otras, truchuela”. Bacalao de tercera, diría Muro.
Hoy se da por bacalao abadejo, como entonces, aunque para nada es lo mismo; además, pescados como la ya citada maruca, el eglefino, el carbonero y alguno similar.
¿Qué fue de nuestra maruca? Pues que, una vez desalada cual bacalao, decidiésemos la preparación más sencilla: cocida, en blanco, con unas patatas y cebolleta, aliñada con aceite y limón. Bueno. A ver, se deja comer; tiene carnes blancas y bastante firmes, y se desconcha bien. No voy a decir que nos haya encantado, pero sí que superó nuestra desconfianza. Ahora, no tanto como para repetir la jugada.
Debíamos haber sospechado de su precio; pero allí ponía “bacalao”, y esta pescadería siempre nos ha funcionado en caso de apuro. Lo que no entiendo es cómo el desconocido, pero tan citado, “a quien corresponda”, o sea, la autoridad que debería ocuparse de estas cosas, permite que se engañe de esta manera al consumidor.
No lo olviden: cuando vayan a la pescadería lleven todos los sentidos alerta, lean las etiquetas… Hay muchos peligros en muchas de ellas: desde langostinos descongelados en el sector de “frescos” a problemáticos pescados de dudosas granjas del río Mekong y, como ven, sucedáneos de bacalao. Extremen sus precauciones: nosotros no lo hicimos… y, hala, maruca por bacalao. ¿Problema? Pues tan sencillo como que no es bacalao. | Caius Apicius | EFEAGRO