Uno de los productos emergentes en aquellos maravillosos años que fueron los 80 del pasado siglo para la cocina española fue uno que se cosechaba por estas fechas: el pimiento llamado del piquillo por su punta afilada; estos pimientos eran una de las joyas de la maravillosa huerta navarra, en este caso lodosana.
Hasta entonces, los pimientos (morrones, que solían proceder de Murcia y del Bierzo) eran más comparsas que otra cosa. Hablo de los pimientos rojos; los verdes se quedan hoy fuera del comentario, porque, aun siendo tan pimientos como los rojos, son otra cosa y tienen otros usos.
Se veían tiras de pimiento morrón en muchos arroces; eran el toque imprescindible de color en las ensaladillas… En Galicia, las cocineras (la cocina tradicional gallega siempre ha estado, y está, en manos femeninas) no consideraban un plato completo si no añadían pimientos; un buen bistec, una sartenada de patatas fritas y un pimiento rojo, que también solía aparecer en una caldeirada de pescado.
Pero llegaron los piquillos. Una verdadera sensación. Elaborados de forma artesana (y supongo que ecológica; entonces no se presumía de eso), de una finura deliciosa, suaves, pero con carácter… El rey de las parrillas, Matías Gorrotxategi (‘Casa Julián’, Tolosa), los llevó a la cumbre al servirlos, pasados por la sartén, como guarnición de sus inigualables chuletones de buey.
Pero el triunfo definitivo llegó cuando se rellenaron. De cualquier cosa; yo creo que ahí se pasaron. Pimientos rellenos siempre hubo; pero eran, si se me permite decirlo, bastante bastos, por fuera y por dentro. La base del relleno era el arroz; pero es que, además, a un pimiento cuya carne era ya gruesa de por sí se le añadía un rebozado que aumentaba la pesadez y anulaba el bonito efecto cromático del rojo vivo de la hortaliza.
El piquillo aligeró esta receta. Apenas recuerdo pimientos del piquillo rellenos de carne; sí, en cambio, de merluza, de bacalao, de centolla, de chipirones en su tinta… Los asocio con cocineros como Jesús Mari Barcos (‘Atalaya’, Peralta’); Atxen Jiménez (‘Túbal’, Tafalla); Jesús Santos (‘Goizeko Kabi’, entonces en Bilbao), y hasta con el francés Firmin Arrambide, que ofrecía en su ‘Hôtel des Pyrénées’ de Sant-Jean-Pied-de-Port, donde muchos inician el Camino (de Santiago, naturalmente) sus “poivrons du piquillo farcis de morue”, o sea, rellenos de bacalao.
Fue la edad de oro del pimiento del piquillo, que, en lo relativo a los rellenos, parece haberse difuminado. No se ven pimientos rellenos en las cartas de los restaurantes; son apenas un recuerdo del pasado reciente, pero pasado. Y es que han cambiado las cosas, y hasta la competencia.
Ya en aquellos años, con muchísima discreción, otro excelente cocinero navarro, Enrique Martínez (‘Maher’, Cintruénigo), empezó a hablar (y a servir) de unos pimientos a los que llamaba “de cristal”, que cultivaba en el huerto anexo a su establecimiento cirbonero. Su textura, finísima, y su fragilidad, derivada de esa textura, siempre me hacían recordar la escena de “Memorias de África” en la que la baronesa Blixen pregunta a su criado Farah si sabe lo que es la porcelana, y éste contesta: “sí, Msabu: se rompe”.
Esos pimientos podían perder en presentación lo que ganaban en finura y en dulzor. Piensen que Colón y sus compañeros dieron a este fruto el nombre de pimiento porque su sabor y su picor les recordaban el de la pimienta; Colón llegó a decir que eran “una especie de pimienta en vaina”. Claro, ellos se encontraron allá con chiles y ajíes, no con nuestros pimientos, que en Europa se moderaron lo suyo.
No veo en los restaurantes pimientos rellenos; pero sí que veo que la gente sigue comprando pimientos del piquillo. En casa siempre hay. Normalmente, con dos destinos diferentes: servir de maravillosa compañía, tal cual, a una buena ventresca de bonito (la combinación de pescado azul en conserva y pimiento de igual procedencia es un clásico; piensen en los cuarteleros bocadillos de caballas, o bonito, con pimiento), o escoltar, confitados cuidadosamente en la sartén, con unas láminas de ajo, unas gotas de vinagre y un puntito de azúcar para sugerir una apetitosa y agridulce caramelización, una buena chuleta, un entrecote… Usos tradicionales.
En las verdulerías hay unos pimientos alargados y estrechos, de carnes muy finas, más dulces que amargos, que unos llaman franceses y otros italianos; en su fase roja, los hemos usado todo este verano como ingrediente para nuestros gazpachos, con éxito rotundo en sabor y textura. Y es que hoy la oferta de pimientos ofrece muchas posibilidades de elección, incluyendo las cromáticas: hay pimientos de todos los colores comestibles.
Pero, indiscutiblemente, cuando pensamos en los pimientos del piquillo (no olviden el apellido imprescindible: de Lodosa) o en los del cristal, los asociamos con una de las más preciadas joyas de la corona que luce la gastronomía navarra: un rubí… de muchísimos quilates. Háganle honor, llevándolo a su mesa. | Caius Apicius | EFEAGRO