OPINIÓN | Comida, cocina, gastronomía… Y futuro incierto

Cristino Álvarez, que firma con el seudónimo de Caius Apicius
Cristino Álvarez, que firma con el seudónimo de Caius Apicius

Durante una vida profesional que empieza a ser dilatada, he tenido ocasión de asistir a la transformación de la cocina española, a esa transición que coincidió curiosamente con la política, que nos llevó a lo que fue sin duda la Edad de Oro de la cocina y gastronomía españolas, en los últimos años del siglo pasado.

Durante mucho tiempo, la preocupación del español de a pie fue la comida, así, sin más adornos. Tiempos duros, no ya de posguerra, pero duros al fin y al cabo, en los que la mayoría de la población se conformaba con eso, con comer todos los días, sin exigir demasiadas gollerías. Tiempos de cocina casi de supervivencia: el país no estaba para gollerías.

Poco a poco, la sociedad se fue transformando; hubo grandes cambios socioeconómicos y la comida cotidiana, para la mayoría de la ciudadanía, dejó de ser problemática. Se daban las circunstancias perfectas para el cambio, para el desarrollo también gastronómico. Allá por 1976, ya con Juan Carlos I en la Jefatura del Estado, se produjo un hecho trascendental: la adopción por un grupo de jóvenes cocineros guipuzcoanos de los modos y normas de la que se llamó nouvelle cuisine, surgida en Francia de la mano de los críticos Henri Gault y Christian Millau y una serie de grandes cocineros como Michel Guérard, Alain Chapel, Ferdinand Point, Pierre y Jean Troisgros o Paul Bocuse, el más famoso de todos ellos, y que a mi modesto juicio supuso la revolución no tecnológica más importante de la historia de la cocina.

Cocineros como Juan Mari Arzak y Pedro Subijana adaptaron esa nouvelle cuisine a la culinaria vasca, primero, y del resto de España después, al tiempo que adaptaban sus propias cocinas a las normas de ese movimiento, que vino para quedarse, pese a las fuertes críticas recibidas en los primeros años; hoy, todos, incluso en casa, incluso a la hora de preparar platos “de toda la vida”, practicamos nouvelle cuisine aunque nos pase como al personaje de “Le Bourgeois Gentilhomme”, de Molière, que un día se percata de que llevaba cuarenta años hablando en prosa…  sin ser consciente de ello.

Así pasamos de hablar de comida a hablar de cocina, que es un escalón superior: no es ya solo el “qué”, sino, además, el “cómo”. La mayor parte de la incipiente crítica gastronómica, en la que empezaban firmas como las del querido Manolo Iglesias o la mía propia (en aquellos años terminaba mis crónicas con la frase “la imaginación, al fogón”) se puso al lado de este movimiento, y la cocina pública española y, de rebote, la doméstica, experimentaron un notable crecimiento y aggiornamento. Tiempos en los que nace el menú degustación, entonces llamado “largo y estrecho”, mucho más corto y ancho que los actuales “menús-exhibición” que comprenden una serie interminables de tapitas de bocado que a los cinco minutos de comer somos incapaces de recordar.

A finales de los 80, en Vitoria, el empresario Gonzalo Antón y el crítico Rafa García Santos pusieron en marcha unos Certámenes de Alta Cocina por los que cada año pasaban, no para enseñar un video, sino para preparar una cena para un centenar de privilegiados, los mejores cocineros del país que dominaba la cocina, Francia, y los que destacaban en España. En Vitoria despuntaron cocineros como Santi Santamaría, Martín Berasategui, Carme Ruscalleda, Hilario Arbelaitz, Joan Roca y, por supuesto, Ferran Adrià, entre otros muchos. Allí los profesionales españoles aprendieron de sus colegas franceses (Joël Robuchon, Alain Ducasse, Firmin Arrambide, Michel Bras, Pierre Gagnaire y tantos otros) y se dieron cuenta de que no tenían que tener el menor complejo de inferioridad: ahí empezó el despegue. Y fue el momento en el que de la cocina se pasó al escalón siguiente: la gastronomía.

Que, para su desgracia, se puso de moda. Se desplegó un enorme culto a la personalidad, al parecer inevitable en toda revolución, el culto al líder indiscutible. Mucha gente, y no precisamente productores o cocineros, se propuso vivir de la gastronomía. La propia palabra, puesta de moda (no hay más que ver el hartazgo de programas culinarios que padecemos en nuestras televisiones) perdió contenido; los nuevos adictos jamás comprendieron que la gastronomía es materia multidisciplinar, que requiere conocimientos profundos de comida y bebida, sí, pero que necesita también que quien la ejerce sepa de geografía, historia, sociología, antropología, etimología… y no es lo habitual.

Hubo una Edad de Oro. Para mí, ya pasó, y me felicito por haber tenido la suerte de vivirla en primera fila. Lo de hoy… no sé adónde nos llevará. Productos preelaborados, técnicas nada respetuosas con el producto natural, producción más atenta a criterios de rentabilidad que de calidad, creaciones culinarias efímeras, que duran un suspiro… Un menú de cuarenta bocaditos a la mayor gloria del chef no es gastronomía: es teatro, o circo, pero no deja huella en el gastrónomo; sí, en cambio, en los muchos ciudadanos que están predispuestos a dejarse impresionar. La crítica no analiza, las cocinas son laboratorios, los comensales conejillos de indias que, encima, financian el experimento, y así andamos.

Quedan algunos irreductibles, y es a sus casas a las que acudimos los que creemos en la gran cocina, en la cocina del país, en todo lo que sea una cocina cuyo fin sea dar placer al comensal. Pero, desengañémonos, el comensal es el que menos importa en este negocio. A la clásica pregunta de si la cocina es un arte, una artesanía, una ciencia o qué, hoy hay una respuesta clarísima: un negocio, del que tratan de vivir muchos. Mi esperanza es que, como ha sucedido siempre, las aguas vuelvan a su cauce, las modas cambien y el sentido común vuelva a la cocina. ¿Lo veremos? Quién sabe. | Caius Apicius