Seguramente en el futuro se descubrirá que hay un gen específico, o una combinación de ellos, únicamente presente en personas del sexo masculino, mediante el cual ellos quedan incapacitados para hacer tareas aparentemente poco complicadas pero que les requieren un esfuerzo intelectual intensivo tan agotador como frustrante, por lo que desisten en su empeño.
Por ejemplo, usar la pasta de dientes y, acto seguido, colocar el tapón en el tubo del dentífrico para que no se solidifique su contenido. Por ejemplo, desplegar la tabla de planchado y ponerse a la tarea de quitar las arrugas de las camisas y los pantalones sin sufrir una apoplejía tras media hora de aspavientos para averiguar cómo se consigue que la plancha en cuestión saque el vapor que aviesamente se ha escondido en su interior.
Las personas del sexo femenino han aprendido a convivir con estos señores con fallo genético de fábrica. Y si no lo han hecho, han terminado cada uno por su lado después de una agitada convivencia llena de reproches. En cualquier caso, los hombres constituyen un peligro cuando deciden, casi siempre un domingo, meterse en la cocina. Casi siempre, además, para hacer una paella. Si usted, amiga, se ve en esa tesitura, haga lo indecible por quitarle la idea de la cabeza. En caso contrario, está perdida. Y le cuento por qué.
Sin entrar a valorar el resultado del experimento culinario, que ésa es otra. Cuántas madres de familia han oído de maridos e hijos comentarios como “le falta un poco de sal”, “le sobra pimienta”, “dos minutos más al horno y te había quedado perfecto”, “está reseco” o “está un poco pasado” y han aguantado estoicamente las críticas sin tirarles el plato de comida a la cabeza. Si a usted, en un momento de irresponsabilidad, se le ocurre decir lo mismo o similar, le lloverá un innumerable repertorio de excusas tales como “tienes el gusto estropeado”, “te duele reconocer que me ha salido perfecto”, “tú cocinas con demasiada sal”, “no está soso, es más saludable” y “no está duro, está al dente”. Y encima, seguro que se cabrea.
Pero a lo que iba. ¿Qué necesita un cocinillas para hacer una paella? Un platito para el pimiento morrón, tres cuencos para a) las gambas, b) los calamares y c) el pescado; una ensaladera para los pimientos rojos y verdes; dos tablas para cortar los diferentes ingredientes; seis o siete cuchillos de gran tamaño; varios platillos para ingredientes menores como berberechos, ajos y guisantes; la paellera propiamente dicha; algún vaso o recipiente similar para medir el agua y un segundo para medir el arroz; la espumadera, una cuchara de madera, una cuchara normal y otro platito para el azafrán; un caldero para hacer el caldo base; un escurridor por si hace falta; dos trapos de cocina: uno para ponérselo en el hombro y el otro para limpiarse las manos; un delantal; un vaso para tomarse la cerveza fresquita mientras cocina; un platito con un aperitivo con que acompañar la cervecita; un plato limpio por si hace falta a última hora; una cestita con limones, y un paquete de arroz.
El resultado es una cocina atrabancada y abarrotada de utensilios, vajilla y menaje que requieren usar tres veces el lavavajillas. Así que si le ocurre lo que contaba el genial Forges en una viñeta, en la que el hombre de la casa le decía a su señora ¡cariño, hoy hago yo la cena!, para preguntar a continuación ¿dónde está la cocina?, no se lo piense ni un segundo, respóndale de inmediato y con voz melosa ¿pero tontito, no recuerdas que no tenemos cocina? Todo lo trae tu madre en el tuperware. | Carmen Ruano y Eduardo González