“Córtemelo finito…”

Hace unos días comía con un viejo amigo en una reputada casa de comidas madrileña. De segundo, mi compañero de mesa solicitó “una milanesa”, especificando que la quería de las llamadas “oreja de elefante” por su tamaño (llenan prácticamente el plato) y su delgadez.

No voy a criticar los gustos de nadie, pero me quedó claro que a mi amigo no le gusta especialmente la carne de ternera. En cambio, lo que sí parece que le gusta mucho es… el pan rallado enhuevado y frito. Me explico. En una milanesa “oreja de elefante”, el grosor del filete y el del rebozado por ahí se andan. Y creo que no se trata de eso.

Cada cosa tiene su grosor, su corte, como saben perfectamente los cocineros japoneses, o los chinos. En el caso que nos ocupa, el protagonista del plato, el filete, debe ser de un grueso discreto, pero apreciable. No olviden que la preparación, en origen, se llamaba “cotoletta alla milanese”. “Cotoletta” (chuleta), no “scaloppa” (escalope). Y una chuleta tiene el grueso de la costilla, ni más, ni menos.

Entre nosotros abunda la cultura de lo sutil. Por un lado, habitual en épocas de vacas flacas: cuando adelgazan las vacas, acaba adelgazando hasta la mortadela. Entonces se hace habitual un diálogo en el mostrador de la charcutería (o la carnicería, o la pescadería), en el que el vendedor, con la pieza en la máquina de cortar fiambre o cuchillo en mano, pregunta “¿cómo lo quiere?” y el comprador (o compradora) responde “córtemelo finito”.

Diálogo normalísimo allá a finales de los duros años cincuenta, cuando Camilo José Cela, justo treinta años antes de ganar el Nobel, publicó “Primer Viaje Andaluz”.

En él alaba calurosamente el jamón de Jabugo, en un tiempo en el que la mayoría de la población no tenía noticias de su existencia (de la del jamón onubense; de la de Cela sabía todo quisque) y consideraba la cumbre de la exquisitez el jamón llamado “serrano”, fuese de la sierra que fuere.

Pero el escritor padronés aprovecha para despotricar contra las máquinas de cortar jamón y contra quienes piden que les corten el jamón en láminas finísimas. Cela no era partidario.

Sí decía, en cambio, que el jamón debía cortarse en tacos grandes, “que si no llenan la boca dejen poco espacio libre”. Hoy esa opinión resulta obsoleta: el jamón se corta a mano, en “virutas” o “tapitas”, o a máquina en lonchas finitas.

Lo que ocurre es que lo que es bueno, y nadie lo duda, para el jamón, no tiene por qué serlo necesariamente para lo demás. Y entre el “córtemelo finito” del ama de casa y las láminas traslúcidas del jamón hemos acabado por generar esa cultura de lo sutil (sólo en grosor: la gente, en general, de sutileza anda cada vez más escasa) a la que me refería más arriba.

Va uno a comprar salmón ahumado y, en cuanto se descuida, se lo están cortando como si fuera jamón de bellota. Y no es eso: el salmón ha de notarse en la boca. En láminas delgadas, sí, sobre todo cuando va a ir en canapé; como cualquier pescado crudo si va a acabar sobre un pegote de arroz, convertido en una versión más o menos razonable del “sashimi”. En los demás casos, no.

Yo quiero el salmón marinado, o ahumado, en dados, no tan gruesos como los que preconizaba don Camilo para el jamón, pero apreciables y que se noten en la boca, que tengan esa textura propia.

Si compro una rodaja de salmón para hacerlo a la parrilla, la quiero al menos de tres dedos de grueso. Una merluza cortada a la antigua, en toros, para hacérmela a la gallega, pediré al pescadero que me corte trozos de seis o siete centímetros de grosor… como mínimo. Todo, sea chacina, sea carne, sea pescado, tiene su tamaño de corte ideal, y salirse de él es desvirtuar sus características.

La comida ha de disfrutarse con los cinco sentidos. Aceptaré que no es frecuente “oír” a un plato (hay platos que emiten sonidos muy agradables, un apetitoso chisporroteo…), así que no hablo del oído, pero sí de la vista, el olfato, el gusto, el tacto (la textura de los alimentos es fundamental, y ahí entra el corte).

Y, sobre todo, ese sentido del que siempre caemos en el topicazo de decir que es el más escaso: el sentido común. También a la hora de usar el cuchillo, por supuesto.

Mi añorado amigo Jorge Víctor Sueiro se indignaba cuando en un restaurante pedía rodaballo y le servían dos rajas escuálidas: “que me den una del grueso de las dos juntas, o más, y así comeré de verdad rodaballo”, que él consideraba que tenía una calidad (y un precio, dicho sea de paso en tiempos en los que las piscifactorías de rodaballo eran cosa de Julio Verne) que no se merecía ese maltrato.

Y tenía toda la razón; tanta, por lo menos, como la que le falta a mi amigo partidario de la milanesa “oreja de elefante”. | Caius Apicius | EFE