Ni que fuera el de Atila…

 

Al parecer, el caballo de Atila ha vuelto a galopar por Europa occidental estas últimas semanas, con la consiguiente alarma de la población, a la que los viejos historiadores convencieron de que por donde pasaba la montura del caudillo huno no volvía a crecer la hierba.

Esta vez no se trataba de eso, y la alarma, más que de la población en general, fue de las diversas organizaciones de defensa de los consumidores, que, entre otras cosas, para eso están, y que han cumplido su misión de poner el grito en el cielo… porque el caballo de Atila, y otros corceles al parecer procedentes de oriente, han aparecido donde no debían estar: en hamburguesas que se presuponía hechas con carne de vacuno.

Bueno, la cosa pudo quedarse ahí. Al fin y al cabo, la carne de caballo (de potro, se dice para venderla mejor) no presenta ningún problema para la salud humana… salvo que esté en mal estado, caso en el que es igual de nociva que la de vaca o cerdo en similares condiciones. O sea: sanitariamente, no hay problemas.

El problema está, primero, en la falta de trazabilidad de un producto. La carne de caballo es inofensiva, pero podría suceder lo mismo con algo que no lo fuera: que apareciese subrepticiamente en un alimento elaborado. Así que lo que se pide es transparencia en el etiquetado, para empezar.

Lo que ya me ha sorprendido más es que en estos últimos días haya habido críticos gastronómicos y cocineros que han salido en los medios cantando las virtudes que, a su juicio, tiene la carne de caballo, tanto vista desde el ángulo nutritivo como desde el gastronómico. Unos y otros han olvidado que el rechazo general a la carne de caballo deriva exclusivamente de razones psicológicas y culturales… y contra eso no hay argumentos válidos: habría que “reiniciar” a cada consumidor, y no es fácil ni se hace en dos días.

 

En Europa occidental (no, desde luego, en el Reino Unido) se comió carne de caballo con normalidad. Y se come, menos, pero se come.

 

En Europa occidental (no, desde luego, en el Reino Unido) se comió carne de caballo con normalidad. Y se come, menos, pero se come. Entre los recuerdos de mi infancia, en los años 50, están los de carnicerías sobre cuya puerta se exhibía una cabeza de caballo hecha en madera: allí se vendía carne equina. A un nivel más personal, recuerdo que en casa de una de mis tías no era raro que se comprase carne de potro; de lo que no soy consciente es de haberla probado.

Y a estas alturas he perdido muchas curiosidades. Me gustan los caballos, pero no me planteo comérmelos. Prefiero admirarlos. No puedo considerarlos animales de carne, sino hermosos compañeros del hombre. Y entiendo los motivos por los que la hipofagia no resulta atractiva.

Parece, de todos modos, que el caballo fue la principal fuente de proteínas animales de nuestros más remotos ancestros, a juzgar por los restos de trampas y yacimientos de caballos muertos encontrados… y por el hecho de que el caballo es el animal más representado (sí, más que bisontes y ciervos) en las pinturas rupestres de escenas de caza.

Pero el hombre pronto vio en el caballo otras cosas. Lo usó como ayudante en las faenas agrícolas, como animal de tiro, como montura, como compañero en la guerra, como protagonista de sus diversiones preferidas, caso de las carreras de cuadrigas… Lo inmediato fue poner nombre a los caballos; y un animal al que se le pone nombre o lo da a un recinto público (hipódromo), no se come.

Puedo imaginarme a Calígula (cosas peores hizo) merendándose a Incitatus, pero no a Alejandro comiéndose a Bucéfalo, ni al Cid a Babieca. Ni a don Quijote hincándole el diente a Rocinante, y no sólo por la falta de carnes del rocín…

Por otra parte, el hombre se vio obligado a comer caballos en situaciones de extrema necesidad: asedios, guerras, hambrunas… Comida de malos tiempos no apetece en los buenos. Y, además, ¿quiénes comían caballo? Los romanos, desde luego, no; pero los bárbaros, de los germanos a los hunos, sí. Y los mongoles después. Es decir: el caballo es comida de tiempos de hambre y, además, es comida de bárbaro, de salvajes… que, curiosamente, fueron los mejores jinetes del mundo. Quita, quita.

Y, encima, de paganos: en 732, el mismo año que Carlos Martel paró a los musulmanes en Poitiers, el papa Gregorio III prohibió tajantemente el consumo de carne de caballo, porque los germanos aún no cristianizados sacrificaban a sus dioses caballos salvajes y luego se los comían.

Son, como ven, muchos y muy viejos prejuicios contra el consumo de la carne de caballo. Quizá en muchos casos sean, además, prejuicios de los que mucha gente no es consciente, pero que al final han generado ese rechazo psicológico. Que sí, que a lo mejor además de una carne sana y nutritiva está rica, pero… Nada es más destructivo que una conjunción adversativa, y “pero” es la más usada. Malo que algo tenga “peros”, aunque sean psicológicos. | Caius Apicius